Anagrama-ed.es
Cuando murió mi padre yo me encontraba en mi casa
de Brooklyn, pero apenas unos días antes había estado con él, sentada junto a su cama en la residencia de ancianos de Northfield, en Minnesota. Estaba físicamente débil aun-que mentalmente lúcido y estuvimos hablando e incluso riéndonos, si bien no recuerdo el contenido de nuestra úl-tima conversación. Lo que sí recuerdo con toda claridad es la habitación donde pasó los últimos días de su vida. Mis tres hermanas, mi madre y yo habíamos colgado algunos cuadros en las paredes y habíamos llevado una colcha color verde pálido para contrarrestar la austeridad de aquel lugar. Pusimos un jarrón con flores en el alféizar de la ventana. Mi padre tenía enfisema y sabíamos que no le quedaba mu-cho tiempo de vida. Mi hermana Liv, que vive en Minneso-ta, fue la única hija que estuvo a su lado cuando murió. Había sufrido un segundo colapso pulmonar y el médico opinó que no resistiría otra intervención quirúrgica. Mien-tras papá aún estaba consciente, aunque ya no podía ha-blar, mi madre nos llamó una por una a las tres hijas que vivíamos en Nueva York para que le dijésemos algo por te-léfono. Recuerdo perfectamente que me detuve un instante
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a pensar qué debía decirle. Se me ocurrió la peregrina idea de que no podía decir ninguna trivialidad en un momento así, de que debía elegir cada palabra con cuidado. Quería que fuera algo memorable, lo cual era absurdo puesto que muy pronto la memoria de mi padre se apagaría para siem-pre junto al resto de su ser. Al final, cuando mi madre le acercó el auricular, las únicas palabras que logré articular fueron: «Te quiero tanto.» Luego mi madre me contaría que él había sonreído al oír mi voz.
Esa misma noche soñé que estaba con mi padre y que
él extendía sus brazos hacia mí. Yo me inclinaba para que me abrazara, pero antes de que pudiera hacerlo me desper-té. A la mañana siguiente me llamó mi hermana Liv para decirme que nuestro padre había muerto. Nada más colgar el teléfono, me levanté de la silla donde estaba, subí las es-caleras hacia mi estudio y me senté a escribir su panegírico. Mi padre me había pedido que lo hiciera. Varias semanas antes, estando sentada junto a él en la residencia de ancia-nos, me había mencionado que quería que tuviera en cuen-ta «tres consideraciones». No dijo: «Quiero que las incluyas en el texto que escribas para mi funeral.» No era necesario. Se daba por supuesto. Cuando llegó el momento, no lloré. Escribí. En el funeral leí mi texto con voz firme, sin derra-mar una lágrima.
Dos años y medio después, volví a hablar de mi padre
en público. Fue en mi ciudad natal, allá en Minnesota, bajo un cielo azul de mayo en el campus de la Universidad de St. Olaf, justo detrás del antiguo edificio donde se encontraba el departamento de filología noruega donde él había sido profesor durante casi cuarenta años. Como homenaje, el departamento había plantado un abeto con una pequeña placa a sus pies que decía: LLOYD HUSTVEDT (1922-2004).
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Mientras redactaba aquel segundo texto, tuve la clara sen-sación de estar oyendo la voz de mi padre, quien solía escri-bir unos discursos excelentes y muy divertidos. Así que in-tenté reflejar ese humor tan suyo en algunas de mis frases. Incluso llegué a escribir: «Si mi padre estuviera hoy aquí, habría dicho.» Segura de mí misma y provista de fichas llenas de anotaciones, miré al público, compuesto por unos cincuenta amigos y colegas suyos que se habían reunido alrededor del abeto noruego conmemorativo, lancé mi pri-mera frase y, a continuación, empecé a temblar descontro-ladamente de la cabeza a los pies. Mis brazos se agitaban de forma desmedida. Mis rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo increíble era que no me afectaba la voz en absoluto. Habla-ba como si siguiera impertérrita. Estupefacta ante lo que me estaba sucediendo y aterrada ante la posibilidad de caer redonda en cualquier momento, logré mantener la calma y terminar el discurso, a pesar de que las notas que sostenía entre las manos se desperdigaran sin orden ni concierto de-lante de mí. El temblor cesó en cuanto dejé de hablar. Me miré las piernas. Las tenía totalmente rojas, casi moradas.
Mi madre y mis hermanas estaban asustadas ante aque-
lla misteriosa transformación que se había operado en mi cuerpo. Me habían oído hablar en público muchas veces, alguna de ellas frente a cientos de personas. Liv me dijo que sintió ganas de correr hacia mí y abrazarme para que dejara de temblar. Mi madre comentó que parecía que me estaban electrocutando. Era como si una fuerza ignota se hubiera apoderado de mi cuerpo de repente y hubiese decidido que necesitaba una buena sacudida. En una ocasión anterior, durante el verano de 1982, sentí como si una potente ener-gía me levantara del suelo y me lanzara contra la pared igual que a un muñeco. Cierta vez, me encontraba en una galería
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de arte en París y de pronto mi brazo izquierdo se giró hacia atrás y me empujó contra la pared. El incidente duró ape-nas unos segundos. Poco después me invadió una gran eu-foria, una alegría sobrenatural. Pero, a continuación, me sobrevino una fuerte jaqueca que habría de durarme casi un año, el año del Fiorinal, Inderal, Cafergot, Elavil, Tofra-nil y Mellaril, de todo aquel cóctel de medicamentos para dormir que me suministraba el médico en su consulta con la esperanza de que, al día siguiente, me despertara sin do-lor de cabeza. Pero no hubo suerte. Al final, ese mismo neu-rólogo decidió internarme en una clínica y tratarme con Thorazine, un antipsicótico. Aquellos ocho días que pasé aletargada en el pabellón de neurología se me han quedado grabados como la más negra de las comedias negras. Ocho días en los que compartí habitación con una anciana sor-prendentemente ágil, que había sufrido un derrame cere-bral y a la que todas las noches sujetaban a la cama con unas correas apodadas «las Caprichosas» de las que siempre lograba zafarse para escapar por los pasillos en un claro de-safío a las enfermeras. Ocho extraños días que pasé medica-da, salpicados de visitas de jóvenes con batas blancas empe-ñados en sostener lápices delante de mis ojos para ver si yo era capaz de identificarlos y en preguntarme qué día era, qué año, cómo se llamaba nuestro presidente, para después pincharme con pequeñas agujas (¿sientes esto?). Días salpi-cados también por aquel extraño gesto con la mano que hacía al despedirse por la puerta el mismísimo Rey de las Migrañas, el doctor C., un hombre que solía ignorarme, aparentemente irritado conmigo porque no cooperaba y me curaba de una vez. Ningún especialista sabía lo que me sucedía en realidad. Mi médico bautizó mi dolencia con el nombre de
síndrome de migraña vascular, pero no parecía que hubiera nadie capaz de decir por qué me había conver-
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tido en una especie de ENORME jaqueca, en un ser asusta-do, aplastado, deprimido, con vómitos continuos, un re-medo de Humpty Dumpty después de caer del muro.
Mis incursiones en el mundo de la neurología, la psi-
quiatría y el psicoanálisis habían empezado mucho antes de mi internamiento en el Hospital Mount Sinai. He padecido migrañas desde mi infancia y hace años que investigo sobre mis dolores de cabeza y mareos, sobre esa sensación de ele-vación divina, sobre los destellos luminosos y agujeros ne-gros que veo y sobre la única alucinación que he sufrido: ver a un hombrecillo y a un buey, ambos de color rosa, en el suelo de mi habitación. Antes de las convulsiones que sufrí aquella tarde en Northfield llevaba ya mucho tiempo leyendo estudios relacionados con tales misterios. Incluso profundicé aún más en el tema cuando decidí escribir una novela donde uno de los personajes era un psiquiatra y psi-coanalista, un hermano imaginario que me inventé con el nombre de Erik Davidsen. Lo hice nacer y crecer en Min-nesota en una familia muy parecida a la mía. Era el hijo varón que nunca tuvo la familia Hustvedt. Para poder po-nerme en la piel de Erik me zambullí en el intrincado mun-do de la diagnosis psiquiátrica y en los múltiples trastornos mentales que aquejan al ser humano. Estudié farmacología y me familiaricé con los diferentes tipos de medicamentos. Compré un libro con una serie de exámenes tipo que utili-zan los tribunales de evaluación psiquiátrica en el estado de Nueva York y practiqué haciéndolos todos. Leí muchos li-bros sobre psicoanálisis e innumerables monografías sobre enfermedades mentales. Me fascinó la neurociencia y asistí a las conferencias mensuales sobre dicha materia en el Ins-tituto Psicoanalítico de Nueva York. Después me invitaron a participar en un grupo de debate dedicado a una nueva especialidad: el neuropsicoanálisis.
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El grupo estaba compuesto por neurocientíficos, neu-
rólogos, psiquiatras y psicoanalistas cuyo objetivo era crear un campo común que aunase las perspectivas del análisis con las investigaciones neurológicas más recientes. Me compré un modelo del cerebro de goma, estudié sus dife-rentes partes, escuché con suma atención las ponencias y seguí leyendo sobre el asunto. De hecho, mi marido me advirtió más de una vez que yo leía de forma obsesiva y llegó a decirme que aquella voracidad tenía mucho de adic-tiva. Después trabajé como voluntaria en la Clínica Psi-quiátrica Payne Whitney, impartiendo un taller semanal de literatura a los pacientes hospitalizados. Allí pude estar cer-ca de personas aquejadas de enfermedades muy complejas que solían presentar pocas similitudes con las descripciones catalogadas en el
Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (más comúnmente llamado el
DSM).* Llevaba, pues, varios años sumergida en el mundo del cere-bro y de la mente cuando me eché a temblar delante del árbol dedicado a mi padre. Lo que comenzó como mera curiosidad ante los misterios de mi sistema nervioso acabó convirtiéndose en una pasión avasalladora. La curiosidad intelectual sobre cualquier enfermedad que padezcamos surge, sin duda, del deseo de dominarla. Aunque no logra-se curarme, quizás al menos podría empezar a entenderme a mí misma.
Toda enfermedad tiene algo de ajeno a nosotros e im-
plica una sensación de invasión y pérdida de control que se evidencia en el lenguaje que utilizamos para referirnos a
*
Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders,
DSM, publicado
por la American Psychiatric Association (Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos).
(N. de la T.)
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ella. Nadie dice «soy un cáncer» o «soy canceroso», a pesar del hecho de no ser una enfermedad provocada por un vi-rus o una bacteria intrusa sino el resultado de la mutación de nuestras propias células. Uno
tiene cáncer. Sin embargo, con las enfermedades psiquiátricas o neuronales ocurre algo diferente puesto que atacan lo que imaginamos como el origen mismo de nuestro ser. La frase «es epiléptico» no nos resulta extraña. En las clínicas psiquiátricas los pacientes suelen decir: «Bueno, es que yo soy bipolar» o «Soy esqui-zofrénico». Las frases denotan una identificación total de la persona con la enfermedad. Yo tenía la sensación de que aquella mujer temblorosa era y no era yo al mismo tiempo. Podía reconocerme de cuello para arriba, pero de cuello para abajo mi cuerpo era un ser convulso e ignoto. No ten-go ni idea de lo que me sucedió ni de qué nombre darle a mi dolencia, pero no hay duda de que aquel extraño ataque tenía algún componente emocional relacionado con mi pa-dre. El problema era que durante el acto no había sentido que me embargase
emoción alguna. Estaba tranquila y sere-na. Daba la impresión de que me había sucedido algo real-mente serio, pero ¿qué era? Decidí ir a la búsqueda de la mujer temblorosa.
Los médicos llevan siglos estudiando los ataques con-
vulsivos como el que yo padecí. Hay muchas dolencias que pueden provocar temblores, pero no siempre es fácil dife-renciarlas. Desde Hipócrates en adelante, diagnosticar sig-nifica agrupar una serie de síntomas bajo un mismo nom-bre. La epilepsia es la más famosa de todas las enfermedades convulsivas. Si yo hubiera sido una paciente de Galeno, el médico griego que atendía al emperador Marco Aurelio y cuyos copiosos escritos tuvieron gran influencia en la histo-ria de la medicina durante cientos de años, éste me hubiera
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diagnosticado una enfermedad convulsiva aunque habría descartado la epilepsia. Galeno consideraba que la epilepsia no sólo provocaba espasmos en todo el cuerpo sino que también interrumpía «las funciones primordiales»: la con-ciencia y el habla.1 Aunque entre los griegos existía la creen-cia de que los dioses y los espíritus podían hacerte temblar, la mayor parte de los médicos mantuvo siempre una postu-ra naturalista al respecto y no sería hasta el surgimiento del cristianismo que se empezaron a vincular los temblores con lo sobrenatural hasta un grado increíble. La naturaleza, Dios y el diablo podían hacer que te temblara todo el cuer-po y los expertos en medicina luchaban por distinguir unas causas de otras. ¿Cómo podía separarse un acto de la natu-raleza de una intervención divina o de una posesión demo-níaca? Los paroxismos y desvanecimientos de Santa Teresa de Ávila, sus visiones y su éxtasis respondían a elevaciones místicas que la acercaban a Dios, pero las niñas de Salem que se estremecían y retorcían eran víctimas de las brujas. En su obra
Una modesta investigación sobre la naturaleza de la brujería, de 1702, el reverendo John Hale describe las convulsiones de esas atormentadas niñas para luego añadir que sus enormes sufrimientos eran «mucho más intensos que los que pudiera provocar cualquier ataque epiléptico o enfermedad de origen natural».2 Si yo hubiera sufrido mi ataque convulsivo durante aquella locura colectiva que in-vadió Salem, las consecuencias hubieran sido funestas. Hu-bieran creído que estaba poseída. Incluso peor: si yo hubie-ra estado sumida en el fervor religioso de la época, algo bastante probable, la sensación de que alguna fuerza extra-ña se había apoderado de mi cuerpo y provocado tales tem-blores hubiese bastado para convencerme de que, sin duda, era víctima de un maleficio.
En Nueva York y en el año 2006 ningún doctor en sus
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cabales me habría enviado a un exorcista, a pesar de la con-fusión generalizada que había respecto a mi diagnóstico. Los parámetros referidos a las enfermedades convulsivas han cambiado mucho, pero descubrir lo que me había su-cedido no iba a ser tarea fácil. Podía acudir a un neurólogo para saber si lo mío era epilepsia, aunque mi pasada expe-riencia en el Hospital Mount Sinai me hacía recelar de los médicos que estudiaban el sistema nervioso. Sabía que para que me diagnosticaran dicha enfermedad tenía que haber sufrido por lo menos
dos ataques. Yo estaba convencida de haber sufrido un ataque genuino antes de que me sobrevi-niera mi incurable migraña. El segundo ya me parecía me-nos claro. Los temblores incontrolados pueden darse en algunos ataques. A mí me temblaron ambos lados del cuer-po, pero no dejé de
hablar durante el episodio. ¿Cuánta gente
habla durante un ataque epiléptico? Además, en nin-gún momento experimenté ningún síntoma ni aviso previo de que se me avecinara un incidente neuronal, como suele sucederme con las migrañas. Las convulsiones me sobrevi-nieron al comenzar el discurso sobre mi difunto padre y al finalizarlo desaparecieron. A la vista de mi historial médi-co, sabía que cualquier neurólogo meticuloso me haría un electroencefalograma. Me tendría un buen rato sentada con el cuero cabelludo lleno de electrodos pegajosos para, al final, no hallar nada. Está claro que hay muchas personas que sufren episodios que los exámenes habituales no suelen detectar y necesitan someterse a otras pruebas. Como no volviera a temblar sería imposible que pudiesen diagnosti-carme nada y mi dolencia quedaría flotando en el limbo de las enfermedades ignotas.
Estuve tiempo preocupada por mis temblores hasta
que se me ocurrió una posible respuesta. No fue una con-clusión a la que llegase poco a poco sino que surgió de re-
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pente, como una inspiración divina. Estaba sentada en mi lugar habitual durante la conferencia mensual de neuro-ciencia cuando recordé una breve charla que tuve en una conferencia anterior con una psiquiatra que se sentaba jus-to detrás de mí. Le pregunté dónde trabajaba y qué hacía y me respondió que en un hospital atendiendo sólo a «pa-cientes de conversión». «Los neurólogos no saben qué ha-cer con ellos así que me los mandan a mí», dijo.
¡Eso es!, pensé. Mi ataque había sido de origen
histérico. Este térmi-no ha caído en desuso dentro del vocabulario médico y va siendo remplazado por el de
trastorno de conversión, aunque bajo este nuevo término subyace el fantasma del antiguo.
Hoy en día, cada vez que se usa la palabra
histeria en
periódicos y revistas, se suele señalar que proviene del grie-go y que significa «útero». Puntualizar su origen, como una patología puramente femenina asociada a los órganos re-productivos, sirve para advertir a los lectores de que el tér-mino en sí refleja un antiguo prejuicio contra las mujeres, pero la historia va mucho más allá de la misoginia. Galeno creía que la histeria era una enfermedad que sufrían las mu-jeres solteras o viudas privadas de relaciones sexuales, pero no la consideraba una forma de locura puesto que no tenía por qué llevar aparejados problemas psicológicos. Los mé-dicos de la antigüedad eran muy conscientes de que los ataques epilépticos y los histéricos se asemejaban y de que era fundamental distinguir entre unos y otros. Como pue-de verse, la confusión aún existe. El médico del siglo xv Antonius Guainerius sostenía que los efluvios procedentes del útero eran los responsables de la histeria y que ésta se diferenciaba de la epilepsia en que los histéricos recordaban todo lo sucedido durante sus ataques.3 El gran médico in-glés del siglo xvii Thomas Willis absolvió al útero de ser el órgano culpable y situó el origen, tanto de la histeria como
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de la epilepsia, en el cerebro. Pero las ideas de Willis no eran las predominantes en su época. Había otros médicos que creían que se trataba de dos manifestaciones diferentes de la misma dolencia. El médico suizo Samuel Auguste Da-vid Tissot (1728-1797), hoy más recordado en los anales médicos por su famoso tratado sobre los peligros de la mas-turbación, sostenía que eran dos enfermedades distintas, aunque existieran algunas epilepsias originadas en el útero.4 Desde la Antigüedad hasta finales del siglo xix la histeria fue considerada como una enfermedad convulsiva origina-da en alguna parte del cuerpo (el útero, el cerebro o alguna extremidad) y aquellos que la padecían no eran tenidos por locos. No hace falta decir que si cualquiera de los médicos que acabo de mencionar hubiese presenciado mi convulso discurso, me hubiera diagnosticado histeria. Mis funciones superiores no se vieron interrumpidas; recuerdo todo lo su-cedido durante mi ataque y, por supuesto, era una mujer con un útero potencialmente emisor de efluvios y capaz de trastornarse.
Es interesante plantearse en qué momento la histeria
adquirió la categoría de enfermedad asociada de forma ex-clusiva a la mente. Por lo general utilizamos el término
his-teria para referirnos a la excitabilidad o excesiva emotividad de una persona. Lo asociamos con la imagen de alguien, normalmente una mujer, chillando fuera de sí. No sé qué le sucedió a mis brazos, piernas y torso en aquella circunstan-cia, pero me sentía lúcida y hablé con tono calmado. En ese sentido, no estaba nada histérica. Hoy en día el trastorno de conversión está considerado un problema psiquiátrico y no neurológico, por eso se explica que lo asociemos a las perturbaciones mentales. En el
DSM, que va ya por su cuarta edición, se engloba al trastorno de conversión den-tro de los problemas
somatoformes, es decir, trastornos psi-
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quiátricos en los que las personas manifiestan síntomas fí-sicos.5 Pero la denominación y clasificación de la enfermedad ha cambiado varias veces durante los últimos cuarenta años. En el primer
DSM (1952) se la llamaba
reacción de conver-sión. El
DSM-II (1968) la incluía en el grupo de los trastor-nos
disociativos y la denominaba
neurosis histérica, de tipo conversión. Al parecer, en 1968 los autores del manual esta-ban impacientes por restablecer las raíces de la enfermedad recuperando el uso de la palabra
histeria. El término
diso-ciación es muy amplio y se utiliza de diferentes formas para indicar cierto distanciamiento del yo o trastorno de la per-sonalidad. Por ejemplo, cuando una persona tiene la im-presión de estar fuera de su propio cuerpo se dice que expe-rimenta un estado disociativo; si a otra la agobia la sensación de que ella o el mundo no son reales, también se lo califica de trastorno disociativo. Cuando se publicó el
DSM-III (1980), el término
histérico había desaparecido, siendo su-plantado por el de
trastorno de conversión, englobado den-tro de los trastornos somatoformes. La definición perma-neció inalterada en el
DSM-IV. Sin embargo, el manual actual de la Organización Mundial de la Salud, el ICD-10* (1992) no está de acuerdo. Allí se le denomina
trastorno disociativo (de conversión). Parece algo confuso y lo es. Re-sulta obvio que los autores de manuales de diagnóstico psi-quiátrico no saben bien qué hacer con la histeria.
Sin embargo existe cierto consenso general. Los sínto-
mas de conversión suelen asemejarse a los neurológicos: parálisis motora; crisis de tipo epiléptico; dificultad para andar, tragar o hablar; ceguera y sordera. Aunque cuando un neurólogo investiga alguno de estos casos no logra dar
* International Classification of Diseases (Clasificación Internacional de
Enfermedades).
(N. de la T.)
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con la causa del problema. Así que, por ejemplo, si a algún neurólogo errante se le hubiera ocurrido hacerme un elec-troencefalograma mientras temblaba delante del árbol plantado en honor a mi padre, el electro no hubiera regis-trado mis convulsiones histéricas, pero sí las epilépticas. Además hay que decir que los histéricos no son simulado-res. No pueden evitar lo que les sucede y no fingen su do-lencia. Los síntomas pueden desaparecer de forma espontá-nea y, de hecho, es lo que suele suceder. Siempre con la salvedad de que «deben tomarse todas las precauciones»,6 como señalan los autores del
DSM. Es decir, si yo hubiera acudido a un psiquiatra, éste tendría que haber sido muy cauteloso conmigo. Mis síntomas podrían ocultar una en-fermedad neurológica sin identificar que además no hubie-ra sido detectada en las pruebas. El psiquiatra tendría que estar seguro de que mis temblores fueran lo bastante raros para catalogarlos como epilépticos al hacer su diagnóstico. El problema también se da a la inversa. Carl Basil, un far-macólogo de la Universidad de Columbia, cuenta que uno de sus pacientes presenció cómo se incendiaba su lugar de trabajo y «de repente se le paralizó todo el lado derecho del cuerpo como si hubiese sufrido un ataque de apoplejía».7 De hecho, lo que sufrió aquel hombre fue una «reacción de conversión», que desapareció al finalizar el estado de shock. El asunto se complica aún más si añadimos que las perso-nas epilépticas tienen muchas más probabilidades de sufrir ataques de histeria que aquellas que no lo son. Leí un estu-dio médico en el que sus autores afirmaban que entre un diez y un sesenta por ciento de las personas que tienen cri-sis psicógenas no epilépticas sufren epilepsia comórbida.8 El dilema contemporáneo a la hora de identificar las dolen-cias nos recuerda mucho a las dificultades a las que durante siglos tuvieron que enfrentarse los médicos para separar la
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epilepsia de la histeria. La cuestión continúa siendo la mis-ma: si una mujer sufre temblores convulsivos, ¿a qué se debe?
Los últimos años del siglo xx los médicos han utilizado
sin demasiado rigor la frase «sin causa orgánica». La histeria era una dolencia física sin causa
orgánica. ¿La gente se que-daba de pronto paralizada, ciega o presa de convulsiones sin ninguna causa orgánica? ¿Cómo podía ser eso? A menos que creyeras que unos fantasmas, espíritus o demonios sur-gían de repente del cielo o del infierno y se apoderaban del cuerpo de una persona, ¿cómo podía afirmarse que aquel fenómeno no era
físico y
orgánico? Incluso el
DSM actual reconoce el problema al señalar que la diferencia entre lo mental y lo físico es «un anacronismo reduccionista del dualismo cuerpo/mente».9 Ésa es una separación con la que hemos convivido en el mundo occidental por lo menos desde Platón. La idea de que estamos hechos de dos ele-mentos en lugar de uno, de que la mente no es materia, sigue siendo determinante en la forma de ver el mundo de mucha gente. Sin duda, la experiencia de vivir dentro de mi propia cabeza tiene algo de mágico. ¿Cómo veo, siento y pienso y qué es en realidad mi mente? ¿Mi mente es lo mis-mo que mi cerebro? ¿Cómo puede la experiencia humana originarse en la materia gris y en la blanca? ¿Qué es orgáni-co y qué es no orgánico?
El año pasado oí por la radio a un hombre que hablaba
de su vida con un hijo esquizofrénico. Como muchos otros pacientes, su hijo tenía problemas a la hora de tomar con regularidad sus medicamentos. Cuando regresaba a casa después de haber estado internado, dejaba de tomar las me-dicinas que le habían prescrito y volvía a tener un brote. Es una historia que suelo escuchar entre los pacientes a los que doy clases en el hospital, aunque todos tienen un motivo
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diferente para dejar de tomar sus pastillas. A uno de los pacientes le recetaron un antipsicótico que le hizo engordar de un modo exagerado y eso le hacía muy desgraciado; otro sentía que estaba muerto por dentro; otro estaba tan furio-so con su madre que dejó de tomar las pastillas por puro rencor. El padre que hablaba por la radio recalcó más de una vez que «la esquizofrenia es un
trastorno mental orgáni-co». Yo sabía muy bien por qué lo hacía. Por supuesto que no sólo se lo habrían dicho los médicos sino que también él mismo habría leído estudios en los que se enfocaba la en-fermedad desde ese punto de vista y eso le consolaba, le hacía sentir que, como padre, no era responsable de la en-fermedad de su hijo, que el entorno donde creció su hijo no había influido en su dolencia. Puede que un día se re-suelva el misterio genético de la esquizofrenia, pero por el momento continúa siendo una incógnita. Si un gemelo su-fre esquizofrenia existe un cincuenta por ciento de posibili-dades de que el otro también la sufra. Es un porcentaje alto, pero no determinante. Tiene que darse la conjunción de otros factores, que pueden ser muy variados, desde la con-taminación ambiental hasta la negligencia parental. Muchas veces la gente prefiere respuestas sencillas. En el clima cultu-ral de hoy la frase
trastorno mental orgánico tiene un efecto tranquilizador. Mi hijo no está loco, lo que tiene es un pro-blema en el cerebro.
Pero no existe una salida rápida de la trampa psique/
soma. Peter Rudnytsky, un prominente experto en psico- análisis, realizó un estudio sobre Otto Rank, el psicoanalis-ta del círculo de Freud que probablemente sufría un tras-torno maniaco-depresivo, en el que señala que, dado que hoy en día sabemos que la depresión maniaca es un trastor-no «orgánico», ya no podemos interpretar los bruscos cam-bios de humor de Rank como un defecto de su «carácter».10
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