Iea.ec
Juan Pablo Aguilar Andrade
Derecho administrativo y transigibilidad
Juan Pablo Aguilar Andrade*
SUMARIO: 1. Sobre el concepto de transigibilidad en el Derecho Ad-
ministrativo.
2. Transigibilidad y discrecionalidad.
2.1. La búsqueda de
las materias transigibles
2.2. Transigibilidad y Derecho Administrativo.
3. Administración y arbitraje.
3.1. Actos administrativos y arbitraje.
4.
El tema en la legislación ecuatoriana.
En el primer número de esta revista, por una gentil invitación de Juan
Manuel Marchán, publiqué un texto con algunas ideas sobre arbitraje y Dere-
cho Administrativo; partí, en esa oportunidad, de una intuición que manten-
go: el arbitraje no puede abordarse, cuando se trata del Derecho Público, con
los mismos instrumentos que se utilizan en el mundo del Derecho Privado.
Lamentablemente, el texto no fue capaz de ser consecuente con las
ideas de partida, pues el enfoque inicial que cuestionaba el uso de la noción
de transigibilidad en el Derecho Administrativo cedió paso, en el desarrollo
de la argumentación, al punto de vista tradicional sobre lo transigible y lo no
transigible; como consecuencia, terminó sumándose a la idea de un mundo
contractual en el que la transacción era posible, y un mundo de los actos
administrativos en el que el ejercicio del poder público eliminaba cualquier
posibilidad de transacción y, con ello, de arbitrabilidad.
En efecto, pese a que consideré que la noción de transigibilidad no era
aplicable en el Derecho Administrativo o, al menos, debía ser matizada cuan-
do de este último se trataba, no extraje las consecuencias de esa afirmación,
sino que volví al viejo expediente de identificar, dentro de la actuación ad-
ministrativa, lo que debía considerarse transigible y aquello que no lo era.
*Doctor en Jurisprudencia (Pontificia Universidad Católica del Ecuador), Magister en Derecho Administrativo
(Universidad San Francisco de Quito), especialista en Derecho Público y contratación administrativa. Profesor
titular de área de Derecho Público de la Universidad San Francisco de Quito. Árbitro de los centros de Arbitra-
je y Mediación de la Cámara de Comercio de Quito y de la Cámara de Comercio Ecuatoriano Americana.
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Al hacerlo, me sumé al punto de vista de quienes consideran que si
bien el arbitraje es posible en el ámbito de lo contractual, en el que la base
de la relación es el convenio entre las partes y no la orden unilateral de au-
toridad, no podía aplicarse en el caso de actos administrativos que, como
manifestación del ejercicio del poder público, estaban fuera de aquello que
la Administración podía considerar como transigible.
Este punto de vista, que entonces acepté sin profundizar sus conse-
cuencias, encierra una grave dificultad: si los árbitros solo pueden pronun-
ciarse en torno a controversias que no involucren actos administrativos, la
sola presencia de estos últimos excluye su competencia; en otras palabras,
es una de las partes contratantes la que puede, por su sola voluntad, dejar
sin efecto el compromiso arbitral si, cuando se vislumbra una controversia,
o se produce ésta, dicta un acto administrativo en relación con el tema.
Pensemos en un ejemplo concreto: el desacuerdo entre contratante
y contratista sobre el cumplimiento de las especificaciones de un contra-
to. El contratista que, amparado en las estipulaciones contractuales sobre
arbitraje, pretende iniciar el proceso correspondiente, vería frustradas sus
expectativas si el contratante declara la terminación unilateral del contrato.
¿Qué sentido tiene una cláusula que ampara a las dos partes contratantes,
pero cuya efectividad depende de la voluntad de una sola de el as?
Es esto, precisamente, lo que me ha llevado a revisar mis propias
conclusiones. Lo hago en las páginas que siguen, en las que busco extraer
las últimas consecuencias de la intuición inicial que cuestiona el concepto
de transigibilidad en el mundo del Derecho Administrativo. Como podrá
verse, el resultado es bastante diferente a lo que sostuve en el artículo al que
he hecho referencia y al punto de vista tradicionalmente aceptado por los
2. Sobre el concepto de transigibilidad en el Derecho Administrativo
La transigibilidad del objeto de una controversia es uno de los requi-
sitos para que esta última pueda someterse a arbitraje; en el caso ecuatoria-
no, así consta tanto en el artículo 190 de la Constitución de la República,
como en el primer artículo de la Ley de Arbitraje y Mediación.
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Esta exigencia, aplicada sin dificultad en el ámbito del Derecho Priva-
do, se ha trasladado al Derecho Público como si de un principio general se
tratara, sin tomar en cuenta si es, en efecto, un concepto que encaje en la
lógica particular del Derecho Administrativo. De hecho, cuando este último
acepta, sin beneficio de inventario, la noción de transigibilidad, nos coloca
sobre una pista falsa, que pone el centro del problema en la identificación de
lo que, para la Administración Pública, podría considerarse como materia
Para no entrar en la pista falsa es necesario cuestionarnos si la noción
misma de transigibilidad puede tener cabida en el Derecho Administrativo
o, al menos, en la materia que nos ocupa.
Esto exige partir del papel que cumple el concepto de transigibilidad
en el arbitraje privado o, en otras palabras, entender la razón por la cual se
limita el arbitraje a las controversias sobre derechos disponibles.
El artículo 2348 del Código Civil ecuatoriano, define a la transacción
como un contrato "en que las partes terminan extrajudicialmente un litigio
pendiente, o precaven un litigio eventual". No lo dice el Código, pero resul-
ta evidente, que la transacción opera por medio de concesiones recíprocas
que se hacen las partes involucradas en la controversia; como sostiene la
jurisprudencia ecuatoriana, su esencia "reside en la renuncia que cada con-
tratante hace de lo que cree su derecho a fin de evitar que un fallo judicial
le quite todo a uno u otro"1.
Es evidente que esas concesiones solo pueden tener como objeto
aquello que se encuentre en la esfera de lo disponible, aquello que sea tran-
sigible; solo pueden transigir, dice el artículo 2349 del Código Civil, "la
persona capaz de disponer de los objetos comprendidos en la transacción".
No parece, entonces, que transacción y arbitraje puedan identificarse.
Mientras la primera implica ponerse de acuerdo en concesiones mutuas
que permitan poner fin a una controversia, el segundo busca, no solucionar
esta última, sino establecer las reglas para hacerlo.
1. Corte Suprema de Justicia (1992). Sentencia de tercera instancia. 30 de julio. Gaceta Judicial, serie XV, número
14, p. 4135.
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Esto es más claro si se toma en cuenta, como lo hace nuestra juris-
prudencia, que terminar la controversia es la esencia de la transacción2,
pues ésta no es otra cosa que la terminación de un litigio pendiente3. El
sentido del arbitraje es distinto: se conviene en él, no para terminar una
controversia, sino para trazar un camino que permita solucionarla.
En palabras de Leopoldo Aguilar Carvajal, la transacción se dis-
tingue "del compromiso en árbitros, porque en él se asientan las bases para
que sea resuelto, mientras que en la transacción, mediante las concesiones
recíprocas de las partes, se pone fin al asunto"4.
Conviene preguntarse, entonces, por qué la transigibilidad de una
materia, aparece como un requisito necesario para que la misma pueda
someterse a arbitraje.
A la hora de referirse a este tema, hay autores que lo consideran evi-
dente: "no tiene sentido" el arbitraje sobre "derechos que por su naturaleza
no son disponibles", dice Martínez Vásquez5, mientras que otros, como
Faustino Cordón6, explican esa evidencia como algo relacionado con un
principio básico del Derecho Procesal: el requisito de transigibilidad, dice,
"es obvio atendiendo a la naturaleza dispositiva del arbitraje".
El principio dispositivo, según la doctrina, implica que es a las partes
procesales a quienes corresponde "determinar el alcance y contenido de la
disputa judicial"7 En el ordenamiento jurídico ecuatoriano, el artículo 19
del Código Orgánico de la Función Judicial lo recoge al disponer que los
jueces "resolverán de conformidad con lo fijado por las partes como objeto
del proceso".
Es a partir del principio dispositivo, que Patricio Aylwin deja en cla-
ro el fundamento del requisito de transigibilidad.
Corte Suprema de Justicia (1933). Sentencia de tercera instancia. 18 de octubre. Gaceta Judicial, serie V, número
Larrea Holguín,
Derecho Civil del Ecuador, Quito: Corporación de Estudios y Publicaciones,tomo XIV,
2002, p. 355.
Martínez Vásquez,
La cláusula compromisoria en el arbitraje civil, Madrid: Civitas, 1991, p. 104.
6. F. Cordón,
El arbitraje en el derecho español: interno e internacional, Pamplona: Aranzadi, p. 68.
7. A. Troya,
Elementos de Derecho Procesal Civil, Quito: Ediciones de la Universidad Católica, 1976, p. 136.
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En gran número de litigios está comprometido, más o menos directa-
mente, el interés social; se hace necesario, en consecuencia, sujetarlos
a solemnidades especiales que sean una garantía de que no se resolverá
ni hará nada lesivo para las superiores conveniencia de la sociedad o los
legítimos derechos de terceros. La investidura privada de los jueces árbi-
tros los obliga a respetar solo los términos del compromiso, vale decir, la
voluntad de los interesados, al margen de un eficaz control que vele por
aquellos intereses; la facultad que tienen las partes de concederles pode-
res de arbitradores, les permite fal ar con prescindencia de los mandatos
imperativos de la ley. Esto bien puede ocurrir, sin daño alguno, en los
asuntos en que entran en juego únicamente los intereses privados de los
litigantes, pero no cuando pueden verse afectados el orden público, las
buenas costumbres o los derechos de terceros ajenos al juicio. Por estas
razones está negado a las partes el derecho de someter a compromiso los
litigios que no sean de su interés puramente particular. Tal prohibición
es consecuencia lógica de la naturaleza misma del juicio arbitral.
Entre privados, entonces, la autonomía de la voluntad se expresa
en la posibilidad de configurar el alcance del arbitraje, esto es, de conferir
poder a los árbitros para resolver sobre los asuntos que sean de interés de
los litigantes. Es evidente, entonces, que ese poder tiene las mismas limita-
ciones propias de la autonomía de la voluntad, y no puede ejercerse sobre
cuestiones que han sido excluidas del espacio en el que el a opera; en otras
palabras, sobre aquello que para los particulares es indisponible.
Si esto es así, conviene preguntarse si los criterios anotados pueden
aplicarse cuando se trata de la Administración Pública.
Para ello, partamos de los enfoques que tradicionalmente se han uti-
lizado para abordar el tema de la transigibilidad en el Derecho Administra-
tivos y que son básicamente dos, uno que gira alrededor de las potestades
discrecionales, y otro que pretende definir una lista de materias transigibles
o que pueden considerarse como tales.
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2. Transigibilidad y discrecionalidad
El primer enfoque parte de la distinción entre potestades regladas y
potestades discrecionales, e identifica las primeras con lo no transigible y
las segundas con lo transigible8.
Para el Derecho Administrativo, una competencia discrecional existe
cuando la ley "deja al agente al cual se la confía, libre de apreciar, en vista
de las circunstancias, si debe utilizarla y cómo"9. Siendo así, esa libertad
de apreciar se identifica sin más con lo disponible, lo que puede parecer
lógico, pero no es exacto.
Hay consenso en admitir que el ejercicio de la potestad reglada no
puede ser objeto de arbitraje, lo que resulta completamente lógico si se
toma en cuenta que en ese caso la administración no hace otra cosa que
cumplir un expreso mandato legal, ante lo cual admitir la pretensión de
transar sería tanto como dar a las normas el carácter de negociables. Lo
mismo puede decirse de los elementos reglados de la potestad discrecional,
esto es, aquellos que definen el marco dentro del cual se ejerce la discrecio-
nalidad. Como sostiene Juan Manuel Trayter10:
[…]no podrá nunca versar el arbitraje sobre actos administrativos
reglados o sobre ejercicio de potestades discrecionales […] en sus
aspectos también reglados [.] Como hemos ya señalado, una de las
notas esenciales del arbitraje es que las cuestiones litigiosas por él
resueltas deben ser «materias de libre disposición», circunstancia que
no concurre en los supuestos señalados.
Aunque legislaciones como la ecuatoriana mantienen que no cabe el
control judicial de actos administrativos emitidos en ejercicio de potestades
discrecionales (puede verse el artículo 6 de la Ley de la Jurisdicción Conten-
cioso Administrativa), la doctrina más reciente apunta a superar este punto
de vista y sostiene que no hay decisiones administrativas excluidas del control
8. J. M. Trayter, "El arbitraje de Derecho Administrativo",
Revista de Administración Pública. Mayo-agosto. 1997,
9. J. Rivero,
Derecho Administrativo, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1984, p. 81.
10. J. M. Trayter, "El arbitraje de Derecho Administrativo",
Revista de Administración Pública. Mayo-agosto. 1997,
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judicial; de hecho, el texto legal que se ha citado quedará derogado en mayo
de 2016, al entrar en vigencia el nuevo código procesal. La polémica entre
Tomás-Ramón Fernández, por un lado, y Luciano Parejo Alfonso y
Miguel Sánchez Morón, por otro, ha definido con claridad la necesidad
de terminar con la inmunidad del ejercicio de las potestades discrecionales;
no está demás decir que esta polémica, como hace notar Manuel Atien-
za11 se basa en una diferencia "más de énfasis que propiamente teórica",
pues los tres autores coinciden en la necesidad de controlar judicialmente
El control de la discrecionalidad se exige porque el ejercicio de esta
potestad no puede entenderse, a riesgo de convertirla en arbitrariedad,
como libertad del titular del órgano administrativo para hacer lo que le
parezca. En efecto, la ley, cuando asigna potestades discrecionales, no da
manos libres a la administración sino que le permite optar por el camino
que se considere más adecuado para satisfacer los intereses colectivos; es
esto último lo que debe justificarse y, para ello, resulta esencial la moti-
vación; lo no motivado, dice Fernández, se convierte en arbitrario12.
La decisión administrativa no es, entonces, una mera expresión de
voluntad ni un simple querer del titular del órgano; solo se justifica si tiene
como antecedente una evaluación detal ada de razones y circunstancias,
si se muestra como necesaria para el cumplimiento de los fines de orden
público a los que se dirige.
Hay en lo discrecional un espacio para evaluar la procedencia de dos
o más soluciones igualmente válidas, hay un "cierto margen de aprecia-
ción" que permite analizar opciones, pero en todo caso la decisión debe
justificarse como necesaria para el interés colectivo y este último no es
transable; en consecuencia, la decisión se justifica en función de fines de
orden público y negociarla sería tanto como negociar esos fines.
En otras palabras, que la decisión del titular del órgano adminis-
trativo no venga establecida de antemano por la norma, sino que deba
adoptarse a partir del abanico de opciones que esa norma plantea, no pone
11. M. Atienza,
Cuestiones judiciales, México: Fontamara, 2004, p. 53.
12. T. Fernández,
De la arbitrariedad de la administración, Madrid: Civitas, 2002, p. 87.
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a los órganos administrativos en el espacio de la autonomía de la volun-
tad. En efecto, el hecho de que se les confiera un espacio más amplio para
la toma de decisiones, no implica que sean libres de actuar como mejor
les parezca; su actuación, siempre y en todo caso, debe someterse al cum-
plimiento de los objetivos de orden público para los cuales se les confiere
En otras palabras, cuando se piensa que discrecionalidad equivale a
transigibilidad, se olvida que en la primera no hay un ejercicio de libertad
del agente, sino un espacio más amplio de decisión, limitado siempre por
expresos mandatos normativos; como bien explica nuestra jurispruden-
cia, el margen de libertad del que goza la administración en el ejercicio de
sus potestades discrecionales no es extra legal (Corte Suprema de Justicia,
Resulta claro, entonces, que la supuesta identificación entre lo transi-
gible y lo discrecional, carece de fundamento.
2.1. La búsqueda de las materias transigibles
Hay un segundo enfoque en materia de transigibilidad de las actua-
ciones administrativas, aquél que distingue los actos administrativos pro-
piamente tales, de otra clase de actividades que puede realizar la Adminis-
tración para gestionar la cosa pública.
Chillón y Merino, por ejemplo, se preguntan "¿por qué no pueden
ser arbitrables el resto de los actos de gestión en los que la administración
se relaciona con los particulares?"13.
Para responder la pregunta enumeran una serie de actividades en
las que no estaría en juego el ejercicio del poder público, sino la gestión
de asuntos patrimoniales; en el as, la Administración actuaría como si
fuera privado. Los autores citados incluyen en la lista la que denominan
"actividad privada del Estado", los temas de responsabilidad patrimonial,
los contratos, los bienes y derechos patrimoniales y los bienes y derechos
económicos no patrimoniales.
13. J. M. Chillón y J. F. Merino,
Tratado de arbitraje privado interno e internacional, Madrid: Civitas, 1991, pp.
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Para responder la pregunta enumeran una serie de actividades en
las que no estaría en juego el ejercicio del poder público, sino la gestión
de asuntos patrimoniales; en el as, la Administración actuaría como si
fuera privado. Los autores citados incluyen en la lista la que denominan
"actividad privada del Estado", los temas de responsabilidad patrimonial,
los contratos, los bienes y derechos patrimoniales y los bienes y derechos
económicos no patrimoniales.
Marta García Pérez analiza este tema desde las diversas formas que
adopta la identificación de las materias transigibles: la determinación de un
criterio general o la elaboración de una lista de materias, ya a priori, desde
la legislación, ya a posteriori, desde la jurisprudencia14.
En todos los casos, lo que está en juego en este enfoque es la distinción
entre la actividad administrativa desde el ejercicio del poder de imperio y la
actividad que, repitiendo a Chillón y Merino, podríamos calificar como
"privada del Estado". Básicamente, la Administración no solo actúa en ejerci-
cio de las potestades exorbitantes que le confiere el Derecho Administrativo,
sino que también aplica, para determinadas actividades y relaciones, la reglas
del ordenamiento privado; piénsese, por ejemplo, en las normas que rigen
para los bienes de "dominio privado" de la administración o el caso de la
contratación, en el que los entes administrativos dejan de lado su poder de
dar órdenes unilaterales y se sirven de un instrumento propio del Derecho
El problema es que la distinción no puede ser tan tajante como apa-
rece a primera vista, pues la presencia de la Administración introduce im-
portantes cambios en los instrumentos de derecho privado que utiliza.
La celebración de un contrato de compraventa es el medio que utili-
zan las empresas o administraciones privadas para adquirir la propie-
dad del solar sobre el que construir la sede social donde desarrol an
la dirección de sus actividades mercantiles (de las naves industriales
donde fabrican bienes o de los establecimientos en los que prestan
servicios). Las Administraciones Públicas también pueden servirse
14. M. García Pérez,
Arbitraje y Derecho Administrativo, Pamplona: Aranzadi, 2011, pp. 48-56.
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de ese medio jurídico bilateral y negociado en condiciones de igual-
dad, pero además del contrato de compraventa pueden utilizar la
potestad expropiatoria para adquirir ese mismo solar de forma co-
activa y forzosa15.
Como puede verse, por más que se pretende distinguir en la Ad-
ministración un actuar propiamente público de otro privado, o asimilable al
privado (lo que me hace recordar la desechada idea de la doble personalidad
del Estado), la presencia de las potestades administrativas nos devuelve de
lleno al problema que se pretende solucionar.
En efecto, podemos convenir en que los temas contractuales caen
dentro del espacio de lo transigible, y esa es precisamente la consideración
que ha llevado a admitir que se trata de temas arbitrables, pero la presen-
cia de los poderes exorbitantes de la Administración mantiene inalterado
el problema principal: ¿qué pasa cuando la ejecución contractual exige el
ejercicio de esos poderes exorbitantes?
2.2. Transigibilidad y Derecho Administrativo
Los enfoques que se ha analizado dejan de lado un aspecto funda-
mental: la noción de transigibilidad se explica en el ámbito del Derecho
Privado, pero no encaja en los moldes del Derecho Público; de ahí las difi-
cultades con que tropieza la pretensión de darle vida en un ambiente en el
que se respira un aire que para el a resulta venenoso.
La transigibilidad es una institución que tiene pleno significado en
el mundo del Derecho Privado, porque ese es el mundo de la libertad in-
dividual y de la autonomía de la voluntad. La creación de espacios de lo
irrenunciable es necesaria, precisamente, porque sin esos límites la volun-
tad privada puede invadir mundos que el ordenamiento jurídico prefiere
mantener intocados.
15. D. Blanquer,
Curso de Derecho Administrativo, Valencia: Tirant lo Blanc, 2005, p. 52.
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La regla general, dice Pérez Guerrero, es la libertad individual,
y sería violar esa libertad "el poner diques a sus decisiones sean las que
fueren, si el as no atacan a la esfera de la libertad de otro. Esa esfera de la
libertad ajena está relacionada con la noción de orden público, que incluye
aquello que el sistema jurídico "considera esencial en la organización de la
sociedad"; el orden público y esa organización social "se desquician si se
permite renunciar a los correspondientes derechos"16.
Estas consideraciones sobre libertad humana y autonomía de la volun-
tad, y sobre los límites que se imponen a el as para salvaguardar el Orden Pú-
blico, no tienen cabida cuando se trata de la Administración Pública.
En efecto, esta última no actúa sobre la base del principio de libertad
sino que está sometida al principio de legalidad; esto es, no es libre de hacer
lo que le parezca más conveniente, sino que está limitada a hacer aquello
que expresamente le encargue el ordenamiento jurídico.
Así, pues, no hay […] ningún espacio "franco o libre de Ley", en que
la Administración pueda actuar con un poder ajurídico y libre. Los
actos y las disposiciones de la Administración, todos, han de "some-
terse a Derecho", han de ser "conformes" a Derecho. El desajuste, la
disconformidad, constituyen "infracción del Ordenamiento jurídi-
co" y les priva actual o potencialmente (distinción entre nulidad y
anulabilidad), de validez. El Derecho no es, pues, para la Administración
una linde externa que señ ale hacia fuera una zona de prohibición y
dentro de la cual pueda el a producirse con su sola libertad y arbitrio.
Por el contrario, el Derecho condiciona y determina, de manera posi-
tiva, la acción administrativa, la cual no es válida si no responde a una
La Administración, dice el artículo 226 de la Constitución de la
República, ejerce "solamente las competencias y facultades […] atribuidas en
la Constitución y la ley". En consecuencia, no tiene derechos, sino potestades,
no obra libremente sino que requiere una habilitación legislativa previa,
16. A. Pérez Guerrero,
Fundamentos del Derecho Civil Ecuatoriano, Quito: Universidad Central del Ecuador –
Editorial Universitaria, 1953, pp. 224-225.
17. E. García de Enterría y T. Fernández,
Curso de Derecho Administrativo, Madrid: Civitas, 2001, p. 440.
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esto es, actúa solo en la medida en que una norma le autoriza a hacerlo.
La actividad administrativa no es ejercicio de libertad, sino "de un poder
atribuido previamente por la Ley y por el a delimitado y construido"18 en
esa medida, no es un poder libre sino un poder sometido a la norma y,
como tal, "obligado a dar cuenta de su efectivo servicio a la función para la
que fue creado"19.
Mientras los particulares, en ejercicio de la autonomía que les es propia,
pueden disponer libremente de sus derechos en tanto no exista prohibición
expresa para ello, los órganos administrativos no se mueven en el ámbito de
sus intereses individuales, sino en el del interés de la comunidad.
Los rasgos que configuran los derechos subjetivos se distinguen de las
notas características de las potestades de que están investidas las Ad-
ministraciones Públicas […] El contenido de los derechos subjetivos se
descompone en "facultades" […] que como su propio nombre indica
son de ejercicio voluntario o facultativo […].
A diferencia de los derechos subjetivos que son renunciables y trans-
misibles porque satisfacen intereses de su titular, las potestades son
intransmisibles e irrenunciables porque están orientadas a satisfacer
el interés ajeno [en el caso que aquí importa las potestades administra-
tivas no satisfacen intereses particulares de la propia Administración
Pública, sino que tienen por finalidad satisfacer los intereses de los ciu-
dadanos o intereses generales]. Las potestades con un título fiduciario
en beneficio de un tercero, y por ello son de obligado ejercicio20.
Estas diferencias básicas entre el espacio público y el privado, se de-
jan de lado cuando se pretende aplicar en ambos un concepto, el de transi-
gibilidad, que es completamente extraño al primero.
En efecto, si la noción de transigilidad se hace necesaria para esta-
blecer límites al ejercicio de la libertad individual, ¿qué sentido tiene en un
ámbito en el que los actores no gozan de libertad, sino que actúan a partir
de las competencias que les han sido previamente asignadas?
18. Ibídem.
19. T. Fernández,
De la arbitrariedad de la administración, Madrid: Civitas, 2002, p. 89.
20. D. Blanquer, Curso de Derecho Administrativo, Valencia: Tirant lo Blanc, 2002, p. 205.
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Ninguno. Cuando se trata de la Administración no nos encontramos
ante derechos libremente disponibles, ante un problema de transigibilidad,
sino ante la existencia o no existencia de competencias legalmente atribuidas.
En otras palabras, la noción de transigibilidad, en el sentido de límite
a la libertad individual, como se la entiende en el Derecho Privado, no
se aplica en el Derecho Administrativo, porque no cabe utilizar una insti-
tución que busca poner límites al ejercicio de derechos que, en el caso de
los órganos administrativos, no existen.
3. Administración y arbitraje
La exigencia de que el arbitraje solo pueda pactarse sobre materia
transigible se explica, conforme se ha visto, por la necesidad de impedir
que la autonomía de la voluntad invada los espacios de lo irrenunciable.
Precisamente porque los privados son libres de actuar de acuerdo con sus
intereses, se requiere establecer un límite que proteja lo que se conside-
ra parte del interés colectivo y, como tal, pertenece al mundo de lo indis-
Pero si de lo que se trata es de proteger determinados espacios del
ejercicio de la autonomía de la voluntad, el instrumento para hacerlo pierde
su razón de ser cuando esa autonomía desaparece. Y eso, precisamente, es
lo que pasa si uno de los actores es la Administración Pública, que no es
titular de derechos sino que ejerce competencias, actúa por mandato legal
y no por su libre querer y, en esa medida, no requiere un control para el
ejercicio de una autonomía de la voluntad de la que carece.
En el ámbito del Derecho Público, será la legislación la que evalúe
qué competencias se deben asignar a los entes administrativos y, obvia-
mente, esas competencias se entregan sin más limitaciones que las que la
propia norma establece.
Mientras en el Derecho Privado la libertad puede ejercerse sin restric-
ciones y es la ley la que debe establecer estas últimas conforme a los intereses
sociales, en el Derecho Público no hay libertades presupuestas sino compe-
tencias asignadas, siendo la ley la que las crea, fija sus límites y sus alcances.
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Sin libertad de por medio, no hay que preguntarse qué es aquello
sobre lo cual esa libertad no puede ejercerse y, por lo tanto, la idea de tran-
sigibilidad carece de sentido en el arbitraje administrativo.
La pregunta, en este último, no pasa por el espacio de lo indisponible,
sino por el alcance de las potestades que la ley asigna y que constan en la
propia norma.
Parece lógico sostener, según ésto, que la posibilidad de que los asun-
tos en los que interviene la Administración puedan someterse a arbitraje,
depende de que exista una norma que confiera la potestad de celebrar el
correspondiente convenio arbitral. Cuando esa norma existe, el tema es
arbitrable, sin más limitaciones que las que la misma norma establece.
En otras palabras, conferida una potestad no hay que buscar en el a
límite alguno; es la ley que regula la potestad, la que debe expresamente
excluir determinados asuntos de su ejercicio y, si no lo hace, no pueden
considerarse excluidos.
La potestad de someter una controversia a arbitraje, entonces, in-
cluye todo lo relacionado con el a, salvo excepción expresa. Mientras en el
Derecho Privado se recurre al arbitraje en ejercicio de la autonomía de la
voluntad, siendo la ley la que pone límites a este ejercicio de libertad, en el
Derecho Público la competencia para recurrir al arbitraje se entrega como
un todo, al que no hay que buscar más límites que los que consten en la
propia norma.
Si volvemos al problema de los contratos administrativos, la autor-
ización para que las controversias contractuales se sometan a arbitraje in-
cluye toda controversia, con independencia de que la misma se relacione
con actos administrativos de ejecución contractual.
Esto nos lleva a un tema fundamental: la arbitrabilidad de las contro-
versias derivadas de actos administrativos, aunque no exista un contrato
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3.1. Actos administrativos y arbitraje
Como se ha visto, la noción de transigibilidad, que ocupa un espa-
cio importante en el arbitraje privado, pierde sentido cuando se trata de la
Administración Pública. Mientras que en el primero la materia arbitrable la
define la autonomía de la voluntad de los interesados, limitada por los man-
datos legales, en el segundo esa materia depende de un mandato legislativo.
Si lo vemos desde el principio dispositivo, en el arbitraje privado son
las partes las que señalan a los árbitros los asuntos sobre los cuales debe
versar su decisión; cuando interviene la Administración Pública, claro que
existe un contrato que señala la materia arbitrable, pero esa materia ha sido
definida previamente por un mandato legal. En otras palabras, el principio
dispositivo se aplica, no como el resultado del ejercicio de la libertad indi-
vidual, sino como el cumplimiento de un mandato legal.
Lo transigible existe en el Derecho Administrativo, pero no como
un atributo inmanente a la personalidad de los entes públicos, sino como
una competencia expresamente asignada por las normas; no hay temas
"naturalmente" transigibles o no transigibles; es la ley la que establece qué
materias y en qué condiciones pueden ser objeto de transacción. Lo mis-
mo ocurre en el caso del arbitraje: procede cuando una ley establece su
Pero transigibilidad y arbitraje son independientes entre sí y, a diferen-
cia de lo que ocurre en el Derecho Privado, el primero no es requisito previo
del segundo, ni sirve para establecerle límites. Una y otro existen porque la
ley lo permite y es el a la que define lo que puede hacerse en cada caso.
Como consecuencia, en el Derecho Público la arbitrabilidad no tiene
que ver con la transigibilidad y, para establecer si una materia es arbitrable,
lo que se debe establecer es si existe una ley que la defina como tal, y no si
los asuntos a los que se refiere pueden calificarse o no como renunciables.
De hecho, la búsqueda de materias renunciables en el Derecho Ad-
ministrativo carece de sentido pues, como se dijo ya, los entes públicos no
son titulares de derechos que puedan renunciar, sino que ejercen compe-
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Derecho administrativo y transigibilidad
El problema no pasa, entonces, por definir un espacio de lo renun-
ciable, sino por establecer los temas que se considera arbitrables; y esto no
tendrá que ver con el hecho de que esté o no de por medio el ejercicio del
poder público, sino con las conveniencias que puedan existir en un mo-
mento determinado.
Cuando el arbitraje involucra a un ente público, los árbitros no están
ligados por un mandato nacido de la voluntad autónoma de quienes pac-
taron el arbitraje, sino que se rigen por los expresos mandatos legales sobre
la materia que se somete a su conocimiento. Esto quiere decir que, en estos
casos, un árbitro no evalúa temas renunciables sino que, como lo haría
un juez contencioso administrativo, analiza la situación desde el punto de
vista de la legalidad.
No voy a profundizar en el tema, pero parece claro, en este punto, que así
como un juicio contencioso administrativo, que se pronuncia sobre la legali-
dad de un acto administrativo, no tiene nada que ver con el concepto de tran-
sigibilidad, lo mismo ocurre con un arbitraje sobre el mismo tema. De hecho,
tanto el juez contencioso administrativo, como el árbitro, no pueden, a la hora
de analizar un acto administrativo, partir de consideraciones diferentes a la
legalidad del mismo. En otras palabras, aunque esto habrá que matizarlo en el
caso del arbitraje internacional, la mirada sobre el acto administrativo será la
misma, tanto desde los ojos del juez, como desde los del árbitro.
La consecuencia parece clara: no hay actuación administrativa que
no pueda, en principio, ser sometida a arbitraje; es la ley la que debe definir
la conveniencia de hacerlo o no en casos determinados.
4. El tema en la legislación ecuatoriana
Si no hay materias "naturalmente" transigibles y, por ello, "natural-
mente" arbitrables, hay que consultar la legislación de cada país, para es-
tablecer los límites de la potestad jurisdiccional de los árbitros en temas
de Derecho Administrativo. Reviso, a continuación, el caso concreto del
Ecuador, donde el arbitraje tiene rango constitucional desde 1996.
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Juan Pablo Aguilar Andrade
Para entender las normas constitucionales sobre arbitraje, y apli-
carlas a los temas propios del Derecho Administrativo, es imprescindible
relacionarlas con otros mandatos de la Norma Suprema, en los que se
hace referencia a las potestades jurisdiccionales en materia de legalidad
de actos administrativos.
La reforma constitucional aprobada en agosto de 1983, codificada
en 1984 y vigente a partir del 10 de agosto de ese año, estableció, en los
siguientes términos, en el número 3 de su artículo 96, el principio de
unidad jurisdiccional:
Se establece la unidad jurisdiccional. Por consiguiente, todo acto
administrativo generado por la administración central, provincial,
municipal o de cualquier entidad autónoma reconocida por la Consti-
tución y las leyes, podrá ser impugnado ante los Tribunales Fiscal y de lo
Contencioso Administrativo, en la forma que determine la ley.
En la codificación constitucional de 1993, este artículo pasó a ser el
número 97 y se mantuvo como artículo 122 en la codificación de 1996. En
esta última, sin embargo, se agregó un artículo, el 118, que tuvo su origen en
la reforma constitucional de diciembre de 1995, y cuyo texto era el siguiente:
Con arreglo al principio de unidad jurisdiccional, el ejercicio de la
potestad judicial corresponde exclusivamente a los magistrados,
jueces y tribunales determinados en la Constitución, las Leyes y en
los tratados internacionales. […] Se reconoce el sistema arbitral, la
negociación y otros procedimientos alternativos para la solución de
las controversias.
La codificación constitucional que entró en vigencia a partir del 10 de
agosto de 1998 mantuvo disposiciones similares: estableció en el artículo
191 la unidad jurisdiccional y, en los mismos términos, el reconocimiento
de los medios alternativos de solución de conflictos; además, en un artículo
independiente, el 196, dispuso:
Los actos administrativos generados por cualquier autoridad de las
otras funciones e instituciones del Estado, podrán ser impugnados
ante los correspondientes órganos de la Función Judicial, en la forma
que determina la ley.
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Derecho administrativo y transigibilidad
En la Constitución vigente se regula también el tema en el artículo 176:
Los actos administrativos de cualquier autoridad del Estado po-
drán ser impugnados, tanto en la vía administrativa como ante los
correspondientes órganos de la Función Judicial.
¿Implican las normas transcritas que sólo los tribunales estatales son
competentes para conocer sobre la legalidad de los actos administrativos?
Parece que sí.
Si atendemos a las normas que rigieron entre 1996 y 1998, el mandato
es claro: la potestad judicial corresponde a magistrados, jueces y tribunales
estatales e internacionales, si bien se reconoce el sistema arbitral. En lo
que tiene que ver con los actos administrativos, la regla era absolutamente
clara: "todo acto administrativo […] podrá ser impugnado ante los Tribu-
nales Fiscal y de lo Contencioso Administrativo".
El uso de la palabra "todo" no dejaba lugar a duda: los tribunales Fis-
cal y de lo Contencioso Administrativo, según la naturaleza del acto de que
se trate, eran los únicos competentes para conocer impugnaciones contra
Sin embargo, es posible que genere confusión el uso de la palabra
"podrá". Esto porque puede argumentarse que si la norma establece que
los actos administrativos "podrán ser impugnados" ante estos jueces, nos
encontramos ante un típico caso de discrecionalidad, que haría de la ju-
risdicción contencioso administrativa una posibilidad, dependiente de la
elección del demandante.
El sentido de la norma, sin embargo, no es ese. En realidad, la re-
dacción potestativa tiene que ver, no con la existencia de vías distintas de
la contencioso administrativa, sino con el hecho de que iniciar una acción
ante los órganos jurisdiccionales es un derecho y no una obligación. En
otras palabras, el destinatario de un acto administrativo tiene la posibilidad
de impugnarlo (o no hacerlo), y el "podrá" del texto legal no se refiere a la
vía de impugnación sino a la facultad que tiene quien se considere afectado
por un acto administrativo, para impugnarlo.
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La norma, por otra parte, abarca también los actos administrativos
expedidos por la administración contratante, en el curso de la ejecución de
un contrato administrativo. Esto porque, cuando se habla de "todo acto ad-
ministrativo", no se hace distinción alguna entre las diversas clases de actos
y, en consecuencia, debemos entender que se refiere a todos ellos.
Cuando la Ley de Arbitraje y Mediación se promulgó en 1997, su
artículo 4 autorizó a las entidades del sector público a someter al arbitraje
controversias de carácter contractual, pero esta autorización, obviamente,
no podía ir más al á del marco constitucional, esto es, no podía incluir actos
administrativos, ni aún los expedidos como parte de la ejecución contrac-
tual, porque esos actos eran parte de "todos" los actos administrativos que
conforme la Constitución solo podían impugnarse ante los jueces estatales.
No me cabe duda, conforme lo dicho, que entre 1996 y 1998, por
mandato constitucional, ningún árbitro podía resolver sobre la legalidad
de actos administrativos, ni aún en el caso de que estos últimos se hubieren
expedido dentro de una relación contractual.
El texto constitucional de 1998, como se ha visto, es diferente de los
que rigieron antes de él pero, me parece, no implica ninguna modificación
en el tema que nos ocupa. En efecto, el cambio fundamental radica en que
no se habla de "todo acto administrativo", sino únicamente de "actos ad-
ministrativos". Esta, sin embargo, es solo una diferencia de énfasis, pues de
todos modos no se establecen distinciones constitucionales en el ámbito de
los actos administrativos21 y eso nos lleva a entender, aunque no se use la
palabra, que se hace referencia a todos.
Si esto ocurre con el texto constitucional de 1998, parecería que lo
mismo habría que sostener en el caso de la Constitución vigente, cuya
norma sobre la materia es similar a la que la precedió. De ser así, los tex-
tos constitucionales que se han analizado servirían de fundamento para
sostener que ningún acto administrativo, incluso los expedidos en el curso
de la ejecución contractual, puede ser objeto de la decisión de árbitros.
21. En realidad hay una diferencia, pues el mandato constitucional excluye los actos administrativos de los órganos
de la Función Judicial. Para el tema que nos ocupa, sin embargo, esta diferencia no viene al caso.
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Hay, sin embargo, elementos adicionales en la Constitución de 2008
que llevan a una interpretación diferente.
En el caso de los textos constitucionales anteriores había dos claros
mandatos: i) los actos administrativos solo pueden impugnarse ante los
jueces de lo contencioso administrativo; y, ii) la ley puede establecer los
casos en que se admite recurrir al sistema arbitral para la solución de con-
troversias sobre materias transigibles. Esto quiere decir que la ley regula-
dora del arbitraje tenía dos límites que no estaba autorizada a franquear: el
primero tenía que ver con el carácter transigible de la materia y el segundo
con el hecho de que los árbitros no podían pronunciarse sobre la legalidad
de actos administrativos, tengan o no el carácter de actos de ejecución con-
La Constitución vigente, si bien establece los mismos límites que sus
predecesoras, incluye reglas adicionales que los amplían.
En efecto, conforme se ha visto, la Norma Fundamental establece
que el arbitraje procede "en materias en las que por su naturaleza se pueda
transigir" (Art. 190:1), y que los jueces competentes para conocer sobre la
legalidad de los actos administrativos son los jueces contencioso adminis-
trativos (Art. 173), pero, a diferencia de textos constitucionales anteriores,
reconoce expresamente la posibilidad de que las controversias derivadas
de contratos públicos, se sometan a arbitraje: "en la contratación pública
procederá el arbitraje en derecho, previo pronunciamiento favorable de la
Procuraduría General del Estado, conforme a las condiciones establecidas
en la ley", dice el artículo 190.
La situación, entonces, difiere de la que existía antes de la vigencia
del nuevo texto constitucional. Mientras con la Constitución anterior la
ley podía admitir que la administración utilice el sistema arbitral, siempre
que ello no implique juzgar sobre la legalidad de actos administrativos, la
vigente establece una regla general, que excluye los temas no transigibles
y los actos administrativos, y un caso especial: el arbitraje en derecho en
temas de contratación pública.
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Juan Pablo Aguilar Andrade
Bien puede sostenerse, ante ésto, que la referencia expresa a los con-
tratos públicos se explica porque, con el a, se establece un ámbito específico,
al que no se aplica la regla general sobre el control de legalidad de los actos
administrativos. En otras palabras, la jurisdicción contencioso administrati-
va es la llamada a conocer controversias sobre actos administrativos, pero en
el caso de los contratos, los árbitros pueden resolver todas las controversias
que de ellos surjan, sin que se excluyan de esta facultad los actos administra-
tivos de ejecución contractual.
Esto, además, porque si la Constitución hubiera querido establecer
diferencias entre los temas contractuales arbitrables o no arbitrables, lo
habría expresado en el texto; al no hacerlo, debemos entender que la norma
ampara a todas las controversias contractuales, sin excepción.
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Die Geburten meiner zwei Töchter – einmal ohne und einmal mit Traude. Kein Vergleich! BEL und Sophie Licht! Die Schwangerschaften Ich habe zwei gesunde Kinder (Sophie-Therese 2003, Amelie-Louise 2006) zur Welt gebracht und dennoch lässt sich dieses Kapitel ganz kurz halten: ich bin/war sehr gerne schwanger! Ich konnte es jedes Mal unheimlich genießen